Sin título

Dentro de un mes cumpliré treinta y seis años, y los mismos recuerdos del pasado y mis acciones carentes de virtud alguna me siguen atormentando.

¿Qué hice mal? No lo sé. Desde la perspectiva de una tercera persona, no he hecho nada mal. Al menos no bajo la moral actual, o peor: nada que merezca décadas de sufrimiento y arrepentimiento. No obstante, no puedo dejar de pensar en ello.

No es la intención repartir culpas y responsabilidades, pero probablemente el ambiente en que crecí tuvo mucho que ver: la exigencia de perfección ―que no de esfuerzo― en cada ámbito de mi vida, me hace descalificar cada una de mis acciones, decisiones y actitudes que, idealmente, no cumplen con los estándares esperados ―según noséquién―.

―¿Debí actuar, elegir, pensar de una forma diferente aquella vez en 2004? ―me recrimino. ―¿Habrá tomado a mal mi comentario? ¿Debí agregar un emoticono para que no se mal interpretara? ―me llega a la mente tan pronto finaliza una interacción.

En fin. Poder trabajar esto y hacerlo consciente, nos ayuda a no repetir los mismos errores para con nuestra descendencia.

***

Hace unas semanas, decidí desinstalar las aplicaciones de redes sociales de mi teléfono. Descubrí que un par de horas ―es mentira― en ellas me generaba la misma recompensa que ocuparme de mis tareas de la vida real, y el resultado ha sido bastante positivo: me he creado mejores hábitos como hacer el aseo frecuente de la casa, lavar, doblar y planchar la ropa, leer más libros, pasar más tiempo de calidad con Noëlle, y un etcétera.

Desconectarte del contenido de las redes sociales también genera más tiempo para tener conversaciones propias. Sin embargo, para personas ansiosas como un servidor, esto puede también resultar contraproducente.

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